La Rama Eremita

Feb 1, 2025

17 min

Barranquilla, Colombia

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Cuando llegamos a la finca, mi padre me ignora. Como su postura ha cambiado, me pongo a barrer un poco. Veo a mi hermanastra regresar del patio donde está el palo de mango. Se ve un poco nerviosa y me evita mirada. Termino de barrer, no era mucho. Entro a la casa y escucho como discuten mi padre y Génesis encerrados en su cuarto. Hablan despacio, pero el ritmo es desafiante. Mi hermanastra también se da cuenta y se acerca para lograr entender algo. Desde la distancia me culpa con la mirada. Prefiero evitarlo todo y me siento en el jardín de llantas alineadas. No es día para ir a la tierra de mil tesoros. No quiero empeorar las cosas.

—Sa…len… Salen… ¿Qué haces? Intento dar con el nombre… ¿Salem?… ¿Salamina? Sa…len… ¡Déjalo! No es que vaya a cambiar las cosas. ¡Déjame concentrar! ¿Qué caso tiene? Igual está muerta. ¡Cállate! ¡Eso no lo sabes! ¡Claro que lo sé! ¡Nos lo dijo tu padre! ¡Cállate! ¡Déjame concentrar! —.

Víctor se levanta. Ve retoñada una pequeña flor de toronjil morado. La alcanza con su mano, estruja, pero no siente olor. No espera al tiempo. Agarra todas las flores y hojas y las frota entre sus manos. El aroma se desprende. Su madre se presenta.

Recuerda los escasos cafetales nunca madurados de la pequeña finca. Un único burro cansado en el que paseaba. A su abuela que con un ungüento alcanforado le curaba la tos y las picaduras. A su madre que con té de toronjil se curaba el alma. Recuerda su vestido largo que le llegaba a los tobillos.

Blusa blanca de mangas cortas con encajes en el codo, y hermosa falda de tela floreada que ondeaba al caminar. Le gustaba resaltar. Recuerda los coloridos camperos igualitos al de su padre, cargando un sin número de trastes, muebles, vajillas, costales, cosechas y personas desfilando por el pueblo. Calles húmedas, pero de coloniales casas vibrantes, puertas violetas, balcones azules, líneas amarillas, portones rojos, cuadrados fucsias, zócalos verdes. Recuerda las plantas colgantes de los mismos colores de las casas, que en su estructura muchas de ellas llevan orgullosas una bandera que ondea los colores de un triángulo verde, franjas blanca, azul y amarilla.

—¡Salento! ¡Mi mamá está en Salento! ¿Y qué? ¡No cambia nada! ¡Claro que cambia! ¡Ella está allá! ¿En el cementerio? ¿Qué caso tiene? ¡Cállate! ¡Eso no lo sabes! ¡Nos lo dijo tu padre! ¡No me importa! —.

Víctor se queda mirando la deshojada mata de toronjil. El sol está ardiente, pero el aroma a su madre se mantiene fuerte frente las saladas gotas que le corren por la cara. Mira hacia la casa. Su hermanastra se encuentra en la mecedora de afuera. Se escucha el movimiento de las ramas con la brisa, el quejido hambriento de los animales y la ocasional chicharra que perfora el silencio sin voces pensantes. Regresa a la casa. Ignora la culpa que de la mecedora se destila. Evita el desprecio que en la cocina se sazona. Busca a su padre. Lo encuentra en el cuarto de San Alejo, sacando cajas, buscando cosas. No recuerda la última vez que había visto el interior de ese cuarto. Cuando su padre está fuera, siempre permanece cerrado. Lo ve concentrado, con movimientos bruscos, ofuscado, como una bestia que no debe ser molestada, pero poco a poco se va acercando.

¿Qué vas a hacer? ¡Cállate! Tengo que preguntarle ¿Preguntar qué? ¡Nos va a cascar! ¡Déjame! Tengo que preguntarle—. Pero me quedé quieto. El miedo me controlaba y César no me ayudaba. No quería hacerlo. Miro al suelo. Abro mi mano, la acerco a mi cara e inhalo hondo. La vuelvo a ver. Me armo de valor y digo: —Padre. —no me responde. —¡Padre! —alzo la voz.

—¿Qué quieres? —me responde sin voltear.

—¿Dónde está mi madre? —pregunto sin nada que perder.

—¡Ya vienes a joder! —me responde—. Ya lo sabes. ¡Muerta!

—No creo. —respondo.

—¿No crees qué? ¿Qué está muerta? —pregunta—. ¡Pues lo está! Así que ¡NO JODAS MÁS!

Sus palabras me duelen más que las de Sor. No quería estar ahí. Quería desaparecer. Ni si quiera escuchar a César decirme lo que ya sabía. Pero antes que la muerte usara sus llaves y entrara al cuarto preservado de mi madre, resplandece un brillo de una de las cajas que mi padre había sacado. La abro. Aparto unas manillas. Un par de cosas de encima y me la encuentro clara en una foto enmarcada. Apenas la reconozco, la agarro y dirijo rápido a mi cuarto. Cierro la puerta con llave y me la quedo mirando. Es hermosa. No lo recordaba. No recordaba que era tan hermosa. Hace mucho no la veía. Aquí en la casa sólo hay fotos de Génesis y mi hermanastra. Ni una de mi madre. Sólo ésta. Tengo que buscarla. Ella está en Salento. Sé que está allá. Tengo que encontrarla. Tengo que llegar a esta pequeña casa al pie de la colina. De ladrillo descubierto. De segundo piso color verde menta y azul. A la sombra de ese árbol grande. Ahí la encontraré. Sé que la encontraré. Tengo que buscarla.

No va a estar allá. —regresa César a contrariarme —. ¿Por qué dices eso? Porque no va a estar allá. Ella está muerta. ¡Cállate! Tu padre nos lo dijo ¡No importa! ¡Acaba de repetirlo! ¡No importa! Ella está muerta. Pero ¿Y qué si no lo está? ¿Y qué si está en Salento? No lo está. ¿Por qué dejas por fuera esa posibilidad? ¡Porque está muerta! Pero ¡¿Y qué si no lo está?!

Un fuerte golpe saca a Víctor de sus mejores deseos, de sus peores argumentos. Era su puerta, lo estaban llamando a almorzar y por la fuerza en que lo hacían, sabía el ambiente que le esperaba. Salió. Vio el fastidio de Génesis. La envidia de su hermanastra. La indiferencia de su padre. Bajó la cabeza. Se sentó en silencio.

—Sabes mi mona. —habla mi padre—. Ya toca pintar la casa. Estaba pensando en comprar varios galones de rojo militar, amarillo canario y verde plátano ahora que vaya a Sincelejo. Esos colores no se consiguen tan fácil aquí.

—¿Vas a dejar la casa disfrazada o qué? —responde Génesis volteando los patacones en el aceite hirviendo—. Píntala de blanco y ya. Ahí donde Rodolfo se consigue.

—No… mi mona. —alega mi padre—. Quiero que resalte, que sea diferente. Además, con unos zócalos queda bien bacana.

—¡¿Que qué?! —se disgusta Génesis mientras termina de emplatar—. ¡Esos diseños chimbos de otros pueblos no me los vas a imponer acá! ¡Y menos en la casa de mis padres!

—¡Así nunca vamos a prosperar! —reniega mi padre—. Hay que hacer cosas diferentes para salir adelante.

—¿Diferentes? ¿Quieres que te cambie tu comida favorita? —pregunta Génesis simulando quitarle el plato a mi padre.

—Para nada mi mona. Para nada —responde mi padre entre risas.

Génesis había servido todos los platos. La comida era posta a la cartagenera, arroz de coco, patacones y ensalada de aguacate. El favorito de mi padre. Le recuerda de dónde viene. La falta de cariño en mi plato resaltaba frente a los demás.

—Delicioso mi mona. No sabes la falta que me hace cuando me toca estar fuera. —añade mi padre—. Aunque creo le cambiaste algo.

—Ya vienes tú. —responde Génesis y le pega de forma juguetona a mi padre. Mi hermanastra ríe. —¡Cómo te das cuenta! Es el tomillo que no lo había, así que ni modo.

—Igual está rico. —responde mi padre—. Gracias mi mona.

—¿Tomillo… ma’? —pregunta mi hermanastra.

—Sí… nada que lo había. —responde Génesis.

—¡Yo sé dónde conseguirlo! —dice mi hermanastra y se levanta emocionada. Quiere complacer a su padre. Sale de la casa y se dirige al patio trasero.

Regreso. Me doy cuenta de lo que pretende mi hermanastra. Me levanto y tomo la misma dirección. Llego al jardín de llantas alineadas. La encuentro arrancando las pocas hojas de tomillo sin piedad. Le reclamo. La enfrento. Le tomo la mano donde tiene las hojas. Trato de evitar que las erradique todas. Me empuja. Me vuelvo a interponer. Me empuja más fuerte. Caigo. Me levanto.

César arranca unas hojas de corona de cristo. Las frota y pasa por la cara de mi hermanastra. El astringente sabor a mora me invade. Ella grita. Los ojos le arden. La cara se le hincha. Llega Génesis y mi padre. Mi hermanastra llora. Grita de dolor. Su madre me insulta. Mi padre reclama. Me zarandea fuerte. Luego me suelta. Se da cuenta del bulto en mi pantaloneta. Génesis también se da cuenta.

—¡Eres un cerdo! —me insulta Génesis—. ¡¿Te excita maltratar a tu hermana!? ¡Maldito cerdo de mierda!

—¡Ya! —mi padre trata de contener a Génesis.

—¿Ya qué? ¡¿Ya qué?! —responde ella—. ¡¿No ves lo que le hizo a mi hija?! ¡Tu hijo es un cerdo! ¡Un depravado de mierda!

—¡Que ya! —grita mi padre—. ¡Suficiente Génesis!

—¡¿Suficiente qué?! ¡Suficiente de él! —reclama ella—. ¡Quiero que se vaya! ¡No quiero a esa mierda aquí!

—¡SUFICIENTE! —estalla mi padre y cachetea a Génesis. Los gritos de su hija no cesan. Yo no menciono palabra. El aire se espesa.

—Es que son igualitos —responde Génesis—. ¡Ustedes son igualitos! ¡Mierdas completas! ¿Te gusta pegarles a las mujeres no? ¿Te excita pegarme? ¡¿Sentirte fuerte?! ¡Malparido de mierda!

Mi padre destila odio. Mi excitación amaina. Mierda… repito en mi cabeza. Génesis se lleva a su hija adentro de la casa. Me cogen del brazo, arrastran y encierran en el cuarto con un portazo. La comida servida se enfría. Atardece. Mi padre abre la puerta, dice que agarre algo de ropa, lo hago sin decir nada.

Salimos. Nos montamos en el campero y abandonamos el pueblo. Llegamos a donde mi tío. Me dice que nos vamos a quedar un tiempo.

¡A éste cuento le falta un pedazo!

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