El ajetreo contiguo hace regresar a Víctor a su cuarto, se da cuenta que han pasado horas, el canto del gallo lo confirma.

Antes que lo vean, pone el libro en la mesa de noche, apaga la luz, acomoda en la cama y simula estar dormido. Pasos crujen el piso junto al chillido de sartenes, platos y cubiertos. Una conversación baja se murmura. El café borbotea, los huevos fritan. Los crujidos se acercan y abren mi puerta. Me mueven y pretendo que me despiertan.
El día empieza temprano siempre que mi padre está en la finca. Luego de desayunar, me pone a barrer las hojas de los matarratones, cortar la grama que invade los caminos de cemento, arrancar la maleza del frente de la casa. Cuando amanece, continúo quitando el sucio del tejado y las canaletas para recolectar agua lluvia. Una vez termino, lo acompaño a recoger el estiércol, limpiar la porqueriza, el establo vacío, el gallinero y darle de comer a los animales. Ya cuando mi hermanastra se levanta y sienta junto a su madre en las mecedoras, terminamos por encender los aspersores y regar con manguera las plantas colgantes y las más lejanas.

Descanso, me adormito un rato, baño y cambio luego que mi madrastra me despertara berreando. Regreso a la soporífera hamaca de afuera cuando sale mi padre, me mira de arriba abajo y me dice que me levante. Mi hermanastra le propone acompañarnos. Mi padre se niega, son vueltas de hombre. Salimos en el campero Willys de color verde plátano a la finca de mi tío. Queda a las afueras del pueblo. Cuando llegamos, nos recibe Alirio. Vigila a los trabajadores. Mi tío llega y se lleva a mi padre, me deja en confianza y quedo mirando lo que construyen.
—Es una choza de 4 aguas ¡Grande! Para las reuniones del patrón —responde Alirio sin preguntar—. Mira el techo, pura palma de vino, cogen una hoja y la entrelazan con la otra. ¡Mírale la forma! Queda bonita ¿No? Las ponen una encima de la otra y las amarran a los parales.
Quedo embobado mirando como rajan la palma, tejen las hojas, amarran las varas, levantan troncos, aseguran la cumbrera y revisan las tirantas.
Poco a poco, el techo va cogiendo esa textura similar a las artesanías que venden en el pueblo. Figuras geométricas, punzantes, repetitivas, hipnotizantes, que, acompañadas de un olor fragante pero tranquilo, sabor amargo pero meloso, y sonido bamboleante pero arrullador, hacen quedarte en el ahora, sin pensar en el mañana.

—¡Ajá pelao’! ¡Qué pasa que te la pasas durmiendo! —me despierta mi padre—. ¡Te voy a poner a pintar toda la casa pa’ que tengas razones a estar cansado!
Mi tío ríe. —Ombe si lo tienes maltratado ya. Déjalo que descanse un rato.
—¡Qué nada! ¿Maltratado dónde? —pregunta mi padre.
—En el brazo, ¿Lo pusiste a mochar trinitarias o qué? —pregunta mi tío.
—¡Nada! Si las trinitarias de allá están caídas. —responde mi padre—. Seguro les echa mucha agua. Y quién sabe dónde se hizo esa vaina del brazo, igual es una maricada.
—Échale cáscaras de plátano —sugiere mi tío sonriendo—. O de papa, cualquiera de las dos, o ambas, buen sol y listo, ahí crecen porque crecen.
—Ya vienes con tus vainas —alega mi padre.
—Ah pues, mira lo bonitas que están las mías —avala mi tío riendo—. Como si no supiera cultivar, entre otras cosas.
—Bueno ya, me tengo que ir —termina mi padre—. ¡Vamos pelao’!
—Pilas con lo de mi papá —le recuerda mi tío—. ¡Sal de eso de una vez!
Me despido. Alirio recibe a una camioneta azul decolorada y destartalada. Me subo a la Willys. Mi padre lleva consigo un sobre de manila. Enciende el campero y dejamos atrás la finca de casa grande, cabaña separada, choza en construcción, palmeras altas, trinitarias florecidas, gallinas robustas y establos llenos con unos cuantos novillos y caballos. Cada vez que regreso hay algo nuevo.
Llegamos a la casa de Edilberto, padre de mi tío, pero no de mi padre. Al bajarnos alzo mi mirada y veo una figura expectante en la ventana del segundo piso.

Abrimos la reja sin llave, pasamos el antejardín y sin salir nos recibe en la puerta la tía Sor a pie descalzo. Ella viste sus hábitos como de costumbre, confeccionados por sus manos, impuestos por su mente. Su cabello descubierto pero descuidado, la cofia no le gusta. Nos da un abrazo, ofrece un tinto, para mí un refresco y se pone a charlar con mi padre mientras yo miro alrededor sin decir nada. Cuando un ruido se escucha en el ático, mi padre aprovecha para confirmar que Edilberto se encuentra arriba y me deja solo con la tía Sor. Ella me recibe el vaso y se da cuenta de mis ligeras cortadas.
—¿Y eso? ¿Qué te pasó? —pregunta ella.
—Nada, nada. —respondo—. Estaba cortando unas ramas.
—¿Las trinitarias que tienen o qué? —pregunta—. Tu papá debería comprarte unos guantes si te va a poner a podar.
—No, trinitarias no, corona de cristo. —respondo.
—¿Corona de Cristo? —pregunta—. ¿Desde cuándo tienen esa planta? ¿Acaso no tienen animales en la finca?
Me quedo callado.
—Además, con más razón deberías estar usando guantes —continúa ella—. Esa planta irrita bastante, si la cortas y te frotas los ojos con la leche que saca, vas a terminar con la cara hinchada.
Pero se arma una gritería en el segundo piso que interrumpe su advertencia. Aunque apagada e incomprensible por la puerta cerrada, se escucha a mi padre y a Edilberto vociferando. Sor se levanta, acerca a la escalera, escucha de pie y al sentir un golpe en madera, sube. Yo me levanto y me acerco a la pared abierta cercana a ella. Me escondo detrás del cemento. Sor abre la puerta y se encuentra con un aire bramante y pesado que con la fuerza de los detonantes gritos la hacen trastabillar.

Se reincorpora y apenas intenta entrar, ambos fijan sus rugidos a ella, la fuerza levanta unos cuántos papeles tirados en el suelo, y antes de que salgan, mi padre da un portazo. Yo salgo corriendo y me siento en la sala de estar, pero como no siento a tía Sor regresar, inclino mi cuerpo hacia delante para poder vislumbrar.
Los afilados gritos lesionan la casa. Sor está inclinada con la oreja pegada a la puerta, pero un estallido que incluso siento en mis huesos, hace regresarla temerosa y vencida.
—Ay Dios Mío bendito, por favor que no se terminen matando —empieza a rogar ella—. Sólo me falta tener que preparar otro entierro.
Los gritos continúan. Yo sigo callado. Sor se vuelve a levantar, se acerca un poco pero otro estruendo la regresa estremecida. Se arrodilla, saca un rosario debajo de su manto, entrecruza sus manos y procede a ignorarme. Sor se concentra en su rezo. Los gritos no cesan. Sigo sentado, incómodo, sin saber qué hacer.
—Vámonos. No. ¿Qué hacemos aquí? ¡Vámonos! No, mi padre está arriba. Nada tenemos que hacer aquí, vámonos a la casa. ¡Que no! Tengo que esperar a mi padre—.
Los rezos de Sor continúan redundantes a cada bola que sostiene y cambia. Las cuento para distraerme. El temblor empieza a contenerse. Luego de 17, un inquietante silencio irrumpe triunfante. Sor termina la oración, y luego de pasarse la mano por la frente, da gracias al Señor y la Virgen María por escucharla.

—Dios mío, menos mal que se calmaron. —dice aliviada secándose el sudor con la túnica—. La piel ya estaba que me ardía. Yo no sé por qué tu papá tiene que ser así. No sé cómo hizo tu mamá para aguantárselo tanto tiempo.
No le respondo.
—Si yo fuera ella, te hubiera llevado cuando tuvo la oportunidad —sigue reprochando—. ¡Quién sabe cuándo tu papá termine haciendo una locura!
—¿Cómo así? —pregunto, pero Sor sigue mirando a la puerta de arriba.
—Si no fueras tan repelente, seguro te hubiera llevado a su pueblo. —sus palabras me apuñalan fuertes.
—¡¿Cómo así?! —alzo un poco más la voz—. ¿Dónde está mi madre?
—Aunque pensándolo, no hubiera podido regresar a Salen… —Sor regresa la mirada hacia mí. Se da cuenta que había hablado de más.
—¿En dónde? —le pregunto y fijo mi mirada como sólo había hecho con César en el espejo. Él no pronuncia palabra.
Sor me queda mirando con la boca abierta. Parece querer hablar, pero no pronuncia nada. Se abre fuerte la puerta del segundo piso. La casa vibra con cada pisada en los escalones de madera. La densidad del aire se desborda y nos cala por completo.
Mi padre llega y sólo con un: —¡Vamos! —, nos despedimos. El sobre de manila había desaparecido.