Edelmiro resguarda a Mariana con un brazo.
Ella le restringe la pierna con el suyo. Ambos agachados entre cultivos.
La casa se incendia al fondo.


Arranca semillas del cafeto, guarda consigo y da otras a Mariana.
Mantiene mirada a sus antiguos aliados. Gritan su nombre, insultan mientras lo buscan. Sus pasos se acercan. Llega el gruñido de otra moto. Se baja una persona con un bidón de gasolina. Edelmiro lo reconoce.

Lo vierte en el cultivo y prende. Los otros guerrilleros se repliegan, ríen y abandonan la finca en llamas. La humareda atrae curiosos.
La violencia devora por completo los madurados cafetales

—Seguimos vivos. —Mariana consuela a su antigua pareja—. Seguimos vivos.
Edelmiro llora de impotencia.
La policía no llega. Los vecinos no ayudan. Sus cultivos siguen siendo los que había erradicado. El fuego amaina. Los temores de la noche se acercan. Edelmiro camina hacia la ennegrecida casa. Mariana lo detiene.
—No hay nada que hacer allá.
—Mis cosas… solo tengo lo del bolsillo.
—Déjalo. Vámonos a donde mi hermana. Allá nos la arreglamos.
Edelmiro llora. —Sin ti… no tuviera nada.
—Dios sabía que tenía que estar aquí. Para irnos juntos.
El odio y la impotencia no nublan la mente de Edelmiro. Sabe que, de no ser por ella, se hubiera hecho matar ahí mismo. Le hace caso y con ternura deja ser dirigido.

Permanece en silencio en todo el trayecto. Pensando. Guardándose lágrimas. Sintiéndose como un imbécil. Las certezas que tenía ahora son dudas. No hay verdades. Sólo una. Mariana lo sigue amando. Se siente aún más idiota. Su explosividad característica se había enfriado y la culpa reemplazado.
La casa de su cuñada lo recibe con desprecio. No hay vecinos curiosos en la finca.

El ronronear de un motor a gasolina ahoga el titilar de las luces que mantiene encendidas. En las paredes resuena el odio impregnado por discusiones pasadas. Cicatrices rellenas de estuco. Todo ataque talla con verdades a Edelmiro. Le recuerda su presente sombra. Mariana trata de limar asperezas, pero las cicatrices en su hermana son muy profundas. Su odio es la suma de varias personas. Edelmiro se da un baño. Cierra la puerta de un cuarto conocido. Mira lejos. Mariana actualiza a su hermana mientras preparan la cena. Busca y lleva a Edelmiro al comedor. No levanta mirada al probar bocado. La tensa calma inunda la casa.

Edelmiro despierta antes del canto del gallo. Se levanta por costumbre y sienta en la entrada. Mariana se levanta poco después del cuarto contiguo. Prepara café, le da una taza y acompaña. Al terminarlo, dice: —Ven. Necesito ayuda.
Edelmiro limpia estiércol en silencio. Da de comer a los animales. Su cuñada se despierta y encuentra trabajando. Se lo lleva a los cultivos. Edelmiro la obedece. Abona sembrados. Fumiga plantas. Las labores las terminan rápido. El sosiego sigue presente.
Mariana calienta el almuerzo que Edelmiro había dejado enfriar. Es su premio impuesto por trabajar. Lo acompaña. Habla de trivialidades. Sigue sin responder. Desvía mirada. El sudor inunda sus manos. Las seca en el holgado pantalón. Siente unos bultos y saca de ellos unas semillas.

—¿Y si las sembramos?
Edelmiro levanta mirada. —No creo que brote nada.

—No lo sabremos hasta intentarlo—. Se levanta. Va hacia su cuarto, luego al contiguo. Encuentra todas las semillas. Las lleva afuera y siembra. Edelmiro aguarda en la puerta.
En la televisión se muestra una multitud vestida de blanco. La franjas de la bandera son las únicas que resaltan. Muestran un libro siendo firmado por un lapicero en forma de bala. Un aplique de paloma se intercambia. Se estrechan manos. Aplausos inundan las casas.


Las semillas de Mariana han crecido en hermosos cafetales. El cuidado ha sido complejo, pero llenado de vitalidad a Edelmiro que ha sembrado nuevos con semilla comprada. Faltan 2 años para su primer fruto. El porvenir es radiante. La finca se ha llenado de vecinos singulares algunas veces acompañados de grandes cámaras, otras de militares armados. A Mariana y su hermana le han consultado sobre siembra y cultivo. Han recomendado a Edelmiro cuando preguntaron sobre café. Con pasión revitalizada comparte todo lo que sabe. Empiezan a cultivar. Le pagan por ayudar. Nuevas líneas de alumbrado se construyen. Llegan más agricultores. Siente que los conoce, pero no sabe de dónde.
Varios medios de televisión vuelven a aparecer. Con ellos, un nuevo grupo de estudiantes. Edelmiro se ha convertido en el cabecilla del escuadrón vecino. Los cafetales de Mariana ya están dando frutos. Los de sus vecinos van por buen camino. El nuevo grupo se forma al vigilo de las cámaras y saludan uno por uno a Edelmiro.
El reconoce una cara flameante. El dueño del bidón de gasolina.
Los agricultores son excombatientes del conflicto. La cara le cambia. Recuerda su cabello rapado. Siente odio luego de muchos años de haberlo desterrado. Duda, pero le estrecha la mano.

—Héctor.
No le responde.
—¿A qué vienes?
—A cambiar de vida.
Edelmiro se lo queda mirando. Continúa la fila.
Los agricultores llegaron con familias formadas. Aprendieron del campo. Fueron reubicados. Las cámaras no regresaron. Tampoco los militares. Héctor seguía como vecino. Aprende a labrar, abonar, fumigar la tierra. Hacerla crecer sin sangre. Edelmiro regresa a la casa al anochecer. Prende el televisor, pero al instante se apaga junto las demás luces. Al alumbrado nunca le han hecho mantenimiento. Se levanta. Busca el motor y ve un bidón rojo a su lado. Recuerda su pasado. Lo pesa. Está lleno de gasolina. Mira sus vecinos y se da cuenta que el apagón es generalizado. Queda mirando la parcela de Héctor. Una guadaña se perfila en el firmamento.
—¿Edelmiro?
—Perdón ¿Qué? —regresa.
Mariana lo detalla. —¿Vamos a la cama? Mi hermana viene en camino. No es necesario que prendamos luz. La vía está buena.

Edelmiro aprieta el bidón. —Sí. Tienes razón. Vamos. —Luego lo suelta. Se seca el sudor de las manos en el pantalón. Acaricia la barriga inflada de Mariana. La abraza. Ambos entran al mismo cuarto.
Dejan la puerta abierta.