La Rama Eremita

Feb 1, 2025

17 min

Barranquilla, Colombia

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La impenetrable puerta estaba abierta.

De ella había salido una figura que me buscaba con curiosidad. Si no fuera por el inmaculado follaje variopinto, ya hubiera detallado mi camiseta verde, pantaloneta azul, medias amarillas y tenis blancos que tanto resaltan en el pueblo. El viento soplaba en el acostumbrado claro en que pasaba mis tardes, la serenata de los pájaros seguía de colores vibrantes, los pétalos se levantaban con su perfume joven, las hojas danzaban al son del viento, el aroma era fresco, los colores diáfanos, pero el momento que más temía había llegado. Apareció el dueño.

¿Qué vas a hacer? No sé. Tienes que moverte. Lo sé. ¿Por qué no lo haces? No sé. Hazlo, hazlo ahora. Lo sé, lo sé. ¿Qué esperas? No sé, el momento adecuado. ¿Momento? ¡Para nada! —.

Hojas y ramas empezaron a moverse en sentido opuesto al viento. Paraban, se movían, paraban. La respiración agitada se perdía en el rítmico acuchillar de la brisa. El claro empezaba a cerrarse.

—Lo hiciste, lo hiciste. Cállate, no hagas bulla. Ya nos libramos. No, todavía no. ¡Espera! —.

Un golpe retumbó tras Víctor caer. Apenas lo notó, la figura de piel blanca empezó a caminar, sin malicia, sin gritar. Pero César no dudó, retomó el control y corrió agitando el jadear de Víctor. La figura no se inmutó.

Viste, te dije que esperaras. Ya, ya. Me hubieras dejado a mí. Ya, ya no importa, ya estamos lejos.
Me hubieras dejado a mí—.

La tarde sigue caliente. Los rayos se filtran entre las espesas ramas. Las piezas se dispersan. Las marcas de las rocas se pierden entre el musgo. El riachuelo enloda el suelo. La tierra de mil tesoros vuelve a sellarse, dejando atrás en cada paso el indescifrable rompecabezas que resguarda cada flor discrepante.

Víctor saboreaba el hierro en su boca, empezó a revisarse y se dio cuenta de pequeños cortes en manos y brazo izquierdo. La excitación bajo su pantaloneta había amainado un poco. Vio otro bulto en su bolsillo y recordó qué era. Dudó si llevarlo. César no hablaba. Siguió caminando.

El enmarañado firmamento volvió a aclarar, pero esta vez de forma definitiva. Hasta luego le dijo a ése enorme árbol que entrelaza los caminos del hombre con aquellos encantados. Los primeros siempre siguen los señalados. Víctor empezó a subir la trocha acompañado por la puntiaguda copla de las chicharras. La maleza retrocedió frente al inerte y agrietado pavimento, separando a lado y lado los pacientes arbustos que terminarán por retomarlo. Víctor camina saboreando el acre de los matorrales a los que ha adquirido el gusto. El sol sigue fuerte y el salado sudor le gana al amargor. Mientras camina ve pasar uno que otro carro, hasta que una camioneta azul decolorada y destartalada que venía pitando se detiene más adelante. Hay varias personas en el platón. Algunas ríen. Víctor no reconoce a nadie.

Ni creas que la voy a dejar pasar —dice César y se monta en la parte de atrás. La camioneta retoma marcha y la brisa seca el sabor que Víctor degustaba.

La pérfida abofeteada del azufre logra identificar al pueblo. Las personas se bajan contentas, emocionadas, y llega una bandada de vendedores ambulantes dispuestos a hacerse la venta del día. Víctor se escapa de ellos, mutuamente no se interesan. Camina por la vía adoquinada con colores del caribe. Se despercude un poco la tierra y esquivando una que otra bandejita y bolsita de plástico en la calle, llega a la finca de su padre.

—Ya estás tú mugriento otra vez —lo recibe Génesis—. ¡Vaya a bañarse que hoy llega su padre! ¡Y cuidado me ensucias el piso!

Víctor asiente, evita mirada, se quita zapatos, medias, las deja afuera y camina rápido hacia su cuarto escondiendo el bolsillo de su pantaloneta. Entrecierra la puerta. Saca una bolsa llena de tierra y la esconde debajo de la cama. La revisa y se levanta. Abre el armario, saca una camiseta y va al baño. Intenta abrir la puerta, pero está cerrada. Una voz le responde adentro. Espera un momento. Vuelve a su cuarto. Se sienta al borde de la cama y mira lejos. Se levanta, vuelve al pasillo y la puerta sigue cerrada. Se sienta de nuevo. Revisa la bolsa. Se sienta. Vuelve al pasillo. Sigue cerrada. Regresa. Se queda pensando. Toma la bolsa, sale con precaución de su cuarto, no ve a nadie y va al patio. Se aleja de la casa, de los matarratones, del gallinero, la porqueriza y el pequeño establo vacío. Llega cerca de un palo de mango acompañado de varias llantas abandonadas. Entre ellas resaltan 4 alineadas en el suelo. Cerca la última Víctor pone la bolsa. Va hacia la pila de las otras llantas y toma una, la arrastra y alinea con las demás. Con las manos coge tierra del monte y empieza a llenar la llanta. Cuando ve suficiente, coge la bolsa de plástico, la rompe y pone su contenido encima. La acomoda y vuelve a sentir el sabor a mora que lo irrita, pero excita. Se levanta y busca un balde, lo llena de agua y regresa a regar todas las llantas. En ellas se encuentran unas trinitarias, tomillos, crotos, toronjil y su más reciente adquisición, una corona de cristo. Las saluda, acaricia, saborea muy poco, intenta evocar recuerdos, pero sus raíces no han arraigado fuerte. Les falta tiempo. Toma el balde y lo regresa donde lo encontró sin olvidar de lavarse un poco los pies y manos.

—¡¿Qué pasa que no te has bañado todavía?! —grita Génesis en el fondo.

Víctor apresura el paso hacia su cuarto, toma la camiseta, sale y en la puerta cercana al baño ve a su madrasta fijándole la mirada. Se la encuentra, luego esquiva, duda, pero César corre rápido hacia el baño, entra y cierra la puerta. Génesis vuelve a replicar, pero el sonido de la regadera la calma.

La lluvia artificial hace pensar a Víctor en su cafetal casa, en su aromática madre, en su mentolada abuela, recuerdos vagos cuando podía ensuciarse sin meterse en problemas.

Quiere aplastar con las manos una flor de toronjil y sentir a su madre cerca, pero todavía no puede, falta tiempo. César cierra la llave. Víctor despierta, se seca, cambia y sale del baño donde tropieza con su hermanastra, pero ella no le dirige mirada, sólo exhala desaprobándolo y sigue caminando.

Víctor regresa a su cuarto, entrecierra la puerta, toma un libro malgastado con aroma a limoncillo y decide perderse nuevamente en la inmensidad del Mar Caribe, batallando un pez espada.

—Entonces mi mona —se escucha una voz grave en la distancia que hace despertar a Víctor—. Hola mi terrón de azúcar ¿Cómo estás? Mira lo que te traje.

Víctor se levanta y dirige a la entrada. Encuentra el calor del que no es parte. Génesis ríe y calienta la comida mientras su hija abraza a su padre. Víctor se acerca, pero no del todo, así que su padre lo llama, lo jala, abraza brusco y le da un regalo sin celofán: un libro nuevo. A Víctor le brillan los ojos, pero antes de soltarlo, su padre recuerda que lo tiene que acompañar a hacer labores al día siguiente. Asiente, ya está acostumbrado. Su padre lo jalona de nuevo, abraza ligero, empuja un poco y le dice que se siente. Víctor lo hace y escucha en silencio la cháchara de ambas mujeres. Génesis sirve la comida y Víctor se la embute. Se queda mirando a su padre, que luego le dice acompañado de un ademán que deje los trastes en el lavaplatos y se vaya. Así lo hace, se cambia, lava dientes y esta vez cierra su cuarto por completo.

Entre la puerta y el piso brilla la luz de un nuevo mundo que convierte las horas en minutos.

¡A éste cuento le falta un pedazo!

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